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Diccionario Histórico-Crítico del Marxismo
Donna Haraway (I) y Andrea Maihofer (II)
Sexo / Género
Título del original en alemán: Geschlecht; publicado en el Historisch-Kritisches Wörterbuch des Marxismus (Diccionario Histórico-Crítico del Marxismo), vol. 5, pp. 470-480 (Donna Haraway, 1ª parte) y 480-488 (Andrea Maihofer, 2ª parte); Argument Verlag, Hamburgo, 2001; ISBN 3-88619-435-3.
Traducido por Santiago Vollmer y corregido por Miguel Vedda; publicado en el Diccionario Histórico-Crítico del Marxismo-Feminismo; Ediciones Herramienta, 2022; ISBN 978-987-1505-73-9.
sexo / género
Al.: Geschlecht –Ár.: al-ǧins –Ch.: xìngbié 性别 –F.: sexe –I.: gender –R.: pol, gènder
I. El sexo/género se encuentra sobre la controversial línea demarcatoria entre lo natural y lo social, en el campo de tensión entre la dominación y la opresión. Como concepto teórico controversial aparece por primera vez en el contexto de los movimientos feministas de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Marx y Engels proporcionaron herramientas importantes, pero también obstáculos para la posterior politización y teorización de este concepto. En el marxismo tradicional, el sexo/género es tema en cuanto a su significación social general. Sin embargo, en el sentido de una constitución específica de las mujeres en relación con los hombres como grupo, y de la mujer con el hombre como el sujeto de la historia (occidental), la relación que el concepto feminista de sexo/género mantiene con los enfoques marxistas es tensa. Las interpretaciones feministas modernas del sexo/género parten de la tesis de Simone de Beauvoir de que «no se nace mujer» (1949, 285). Las condiciones sociales posteriores a la Segunda Guerra Mundial fueron favorables al pensamiento sobre el sexo/género, porque sugerían la representación de que las mujeres son un sujeto colectivo en proceso de constitución en la historia. En la lucha contra la naturalización de la diferencia de género, la teoría y la praxis feministas en torno al sexo/género tratan de explicar los sistemas históricos a través de los cuales hombres y mujeres son constituidos socialmente y posicionados en relaciones jerárquicas y antagónicas. Las teorías feministas coinciden en el punto de que cualquier sujeto coherente es una figura de la fantasía de que la identidad colectiva y la personal están constituidas socialmente de manera precaria y constante (Coward 1983, 265). La discusión acerca de los actores y los conceptos de estos procesos de constitución forma el eje central de la política feminista de sexo/género.
1. Los enfoques marxistas tradicionales no condujeron a un concepto político feminista de sexo/género por dos importantes razones: 1. Para Marx y Engels, las mujeres, así como las tribus ‘primitivas’, existen en el límite entre naturaleza y sociedad, de forma que sus intentos por concebir la subordinación de las mujeres fueron socavados por la categoría de la división sexual del trabajo basada en una heterosexualidad natural imposible de investigar. 2. Marx y Engels teorizaron la relación de la propiedad privada como el origen de la opresión de las mujeres en el matrimonio, de tal manera que la subordinación de las mujeres podía ser examinada en términos de relaciones de clase capitalistas, pero no en términos de una política sexual específica entre hombres y mujeres. La formulación clásica de este argumento se encuentra en El origen de la familia, la propiedad privada y el estado (OF, 1884).
En La ideología alemana se esboza el supuesto de una naturalidad originaria de la división del trabajo genéricamente específica. Allí Marx y Engels parten de una división presocial del trabajo en el acto sexual (relación sexual heterosexual) que encuentra sus correlatos naturales en las actividades de reproducción de hombres y mujeres en la familia. Este comienzo también hace difícil concebir las relaciones entre hombres y mujeres como formadas por completo histórica y socialmente (cf. además Los manuscritos económicos y filosóficos de 1844, en los que Marx se refiere a la relación entre hombre y mujer como «la relación inmediata, natural, necesaria del hombre con el hombre», MEW 40, 535; MEF 140; así también MEW 23, 372; El Capital 1/1, 428). En ello, Engels ya no estaba muy lejos de una teoría de la opresión de las mujeres con su breve aseveración de que un análisis materialista integral de la producción y reproducción de la vida inmediata revelaría su carácter doble, es decir, la producción de los medios de subsistencia y «la producción del hombre mismo» (MEW 21, 28; OF, 80).
2. Las reformulaciones políticas del concepto de sexo/género por parte de las feministas europeas y estadounidenses de orientación europea tuvieron que abordar la construcción de significados y de técnicas de sex y gender como las que habían sido desarrolladas por las ciencias humanas normalizadoras, liberales y de intervención terapéutica, sobre todo en los EE.UU.; por ejemplo, las de la psicología, el psicoanálisis, la medicina, la biología y la sociología. El sexo/género fue entendido unilateralmente como un problema individualista de la sexualidad en una sociedad burguesa dominada por los hombres y de carácter racista. En las representaciones y técnicas del paradigma de la ‘identidad de sexo/género’ de las décadas del 1950 y 1960 convergen las siguientes corrientes: una lectura de Freud como teórico del instinto; la concentración en la patología sexual (somática y psíquica) por parte de los fundadores de la sexología del siglo XIX; el desarrollo de la endocrinología bioquímica y fisiológica a partir de la década de 1920; la psicobiología de las diferencias de sexo/género surgida de la psicología comparativa; las hipótesis sobre el dimorfismo del sexo/género hormonal, cromosómico y neuronal; y, finalmente, las primeras cirugías de cambio de sexo/género (cf. Stoller 1968; Money y Ehrhardt 1974; Linden 1981).
Ya desde muy temprano, las feministas criticaron la lógica binaria de la oposición naturaleza /cultura, pero omitieron incluir en la crítica la distinción, derivada de dicha oposición, entre sex y gender, porque esta aún les servía para combatir el determinismo biologicista predominante en las persistentes luchas políticas en torno a las ‘diferencias de sexo/género’ en las escuelas, en las editoriales, en las clínicas, etc. La posterior utilidad táctica de la diferenciación entre sex y gender en las ciencias humanas y sociales tuvo graves efectos para más de una teoría feminista, ya que, a pesar de los repetidos intentos de superar las limitaciones en dirección a un concepto de sexo/género plenamente politizado e historizado, permaneció atada a este paradigma liberal y funcionalista (cf. Thorne y Henley 1975; Kessler y Mckenna 1978; Sayers 1982; Hubbard, Henifin y Fried 1982; Bleier 1984 y 1986; Fausto-Sterling 1985; West y Zimmermann 1987; Morawski 1987).
3. También a través de la apropiación de Marx, una relectura lacaniana de Freud y el estructuralismo de Lévi-Strauss, la teoría y la política feministas del sex/gender se desarrollaron en dirección a la formulación extremadamente influyente: «sistema sexo-género», creada por Gayle Rubín (1975), que se publicó en la primera antología de antropología marxista-feminista en los EE.UU. Rubín examinó la «domesticación de las mujeres», en la cual hembras humanas constituían la materia prima para la producción social de mujeres; esto tuvo lugar, durante el nacimiento de la cultura humana, en sistemas tribales organizados según el parentesco, a través del intercambio de mujeres controlado por hombres. Rubín define el sistema sexo-género como una forma de relaciones sociales en las que se transforma la sexualidad biológica en un producto de la actividad humana y en la que se satisfacen las necesidades sexuales históricamente específicas así originadas. Ella ve en la división sexual del trabajo y en la construcción psicológica del deseo (sobre todo, la formación edípica) las bases de un sistema de producción de seres humanos en el cual los hombres son investidos con derechos unilaterales sobre las mujeres. Guando hombres y mujeres, en la lucha por la supervivencia material, no pueden hacer el mismo trabajo, y cuando estructuras profundas de deseo tienen que ser satisfechas en un sistema sexo-género en el cual los hombres intercambian mujeres, la heterosexualidad se hace obligatoria. La heterosexualidad obligatoria es, por ende, fundamental para la opresión de las mujeres.
El sistema sexo-género de Rubín ha sido frecuentemente utilizado y también criticado. En un artículo crucial para gran parte del debate marxista y socialista-feminista estadounidense, Heidi Hartmann (1981) insiste en que el patriarcado no es solo una ideología, sino un sistema material que puede ser definido como «un hato de relaciones sociales entre los hombres, que tiene una base material y que, aunque organizado jerárquicamente, establece o crea interdependencia y solidaridad entre los hombres, lo cual los habilita a dominar a las mujeres» (14). Hartmann utiliza el concepto de sistema sexo-género de Rubín para exhortar a que se comprenda el modo de producción de seres humanos en las relaciones sociales patriarcales como «disposición» masculina sobre fuerza de trabajo femenina (cf. MEW 3, 32; La ideología alemana, 32).
En el debate que provocaron las tesis de Hartmann, Iris Young (1981) criticó este enfoque de los «sistemas duales» de capital y patriarcado que se unen en la opresión de clase y de sexo/género (en todas estas formulaciones, la raza continuó siendo siempre una especie de tercer sistema sin explorar). Young afirma que «las relaciones patriarcales están vinculadas internamente con las relaciones de producción como un todo» (1981, 49), de tal manera que centrarse en la división sexual del trabajo podría revelar la dinámica del sistema de opresión preponderante. Además del trabajo remunerado, la división sexual del trabajo incluye también las categorías de trabajo excluidas y no historizadas por Marx y Engels –como, por ejemplo, el embarazo y la crianza de hijos, el cuidado de enfermos, la cocina, el trabajo doméstico y el trabajo sexual, como la prostitución–. De este modo, se buscaba poner el sexo/género y la situación específica de las mujeres en el centro del análisis materialista histórico. Puesto que la división genérica del trabajo fue, asimismo, la primera división del trabajo, se debería mostrar cómo la sociedad de clases nació a partir de las transformaciones en la división genérica del trabajo. Tal análisis no afirma que todas las mujeres se encuentran en una situación común y unitaria, sino que se concentra en sus distintas posiciones históricamente diferenciadas. El trabajo remunerado y no remunerado en el patriarcado capitalista se transformó en el tema paradigmático marxista feminista.
Explorando las consecuencias epistemológicas de un materialismo histórico feminista, también Nancy Hartsock (1983) centra su labor en las categorías que el marxismo no había podido historizar: el trabajo sensorial de las mujeres al crear seres humanos mediante el embarazo y la educación de los hijos, así como las múltiples formas del trabajo femenino de alimentación y subsistencia. Pero ella rechaza la terminología de la división del trabajo genéricamente específica en favor de la división sexual del trabajo para resaltar las dimensiones corporales de la actividad femenina. Hartsock también critica el sistema sexo-género de Rubín porque acentúa el sistema de intercambio en relaciones de parentesco a expensas de un análisis materialista del proceso de trabajo, proceso que sería el único en poder sentar la base para la posible formación de un punto de vista revolucionario de las mujeres (cf. D. Smith 1974; Flax 1983; Rose 1983 y 1986; Harding 1983).
De las discusiones en torno al sistema sexo-género, Sandra Harding (1986) resalta tres aspectos interrelacionados: el sexo/género es 1. categoría fundante de la atribución de significado; 2. modo de organización de las relaciones sociales y 3. estructuración de la identidad personal. El despliegue de estos tres elementos muestra la complejidad y el valor problemático de una política basada en las identidades de sexo/género En una investigación sobre la política en los movimientos gay después de la Segunda Guerra Mundial, Jeffrey Escoffier (1985) opera con el concepto de identidad sexual utilizando el sistema sexo-género para teorizar el surgimiento y las limitaciones de nuevas formas de subjetividad política con vistas a desarrollar una política comprometida [committed], sin delimitaciones metafísicas de identidad. Una posición opuesta es la que tomó Donna Haraway (1984), crítica frente a un sistema sexo-género incapaz de abandonar la ideología colonialista de la naturaleza/cultura. Su investigación de la política marxista-feminista resalta la situación de las mujeres en los sistemas sociales, culturales y técnicos mediados por la ciencia y la tecnología multinacionales.
Catherine MacKinnon (1982), deudora del marxismo y, al mismo tiempo, crítica de este y de las teorías del Sex/Gender, escribe: «La sexualidad es para el feminismo lo que el trabajo para el marxismo: algo inmediatamente propio, pero, al mismo tiempo, el más grande de los saqueos […]. La sexualidad es el proceso social que crea, organiza, expresa y dirige el deseo, creando a los seres sociales que conocemos como mujeres y hombres, mientras que sus relaciones crean la sociedad […]. Así como la expropiación organizada del trabajo de algunos en beneficio de otros define a una clase –los trabajadores-, la expropiación organizada de la sexualidad de algunas para el uso de otros define al sexo/género mujer.» (515 s.) La posición de MacKinnon fue centro de estrategias políticas altamente contradictorias en gran parte del movimiento estadounidense contra la pornografía, definida como violencia contra las mujeres. Las mujeres no son solamente alienadas de su producto de trabajo; en tanto que, como mujeres, son objetos del deseo ajeno, no son ni siquiera sujetos históricos en potencia.
Concordando en parte con la idea de generalización de la violencia de MacKinnon, el enfoque que Teresa de Lauretis hizo de la representación (1984, 1985) la condujo a considerar el sexo/género como el trágico punto débil, nunca examinado, de las teorías modernas y postmodernas de la cultura, ya que estas permanecen en el paradigma de la heterosexualidad. Define la cuestión del sexo/género como construcción social de mujer y hombre y como producción semiótica de subjetividad; el sexo/género se refiere a «la historia, las praxis y la superposición de significado y experiencia», es decir, a «los efectos semióticos recíprocos del mundo externo de la realidad social sobre el mundo interno de la subjetividad». De Lauretis se remite a la semiótica de Charles Peirce para determinar la experiencia generizada como encarnación íntima y su mediación a través de procesos de designación.
Muy distinto es el enfoque de Nancy Hartsock. Su estudio de la división sexual del trabajo se basaba en versiones anglófonas del psicoanálisis que adquirieron importancia especialmente en la teoría feminista socialista de los EE.UU, como, por ejemplo, la teoría de las relaciones de objeto (Nancy Chodorow, 1978). Sin adoptar las teorías lacanianas de Rubín sobre la subjetividad sexuada siempre fragmentaria, Chodorow usó el sistema sexo-género en su tratado sobre la organización social de la paternidad, que produciría mujeres que, a diferencia de los hombres, poseerían la capacidad para una relación no hostil; pero esto perpetuaría, al mismo tiempo, la posición subordinada de las mujeres como madres en el patriarcado. La preferencia de un psicoanálisis de las relaciones de objeto, en vez de la versión lacaniana, significa la adopción de conceptos adyacentes, como el de identidad de sexo/género, con el entramado de significado sociológico-empírico correspondiente, en lugar del concepto de la «apropiación de posiciones de subjetividad sexuada» (cf. Lacan, Escritos 2, 665), que había ingresado en la teoría europea de la cultura y del texto. Aunque se criticó que la teoría de las relaciones de objeto de Chodorow esencializaba a la mujer como predispuesta a lo relacional, se la adoptó para explorar un amplio espectro de fenómenos sociales, desde la moralidad femenina (Gilligan 1982) hasta la dominancia masculina sistemática, epistemológica, psíquica y organizativa en las ciencias naturales (Fox-Keller 1985).
La obra temprana de Chodorow tomó forma en el contexto de la teorización sociológica y antropológica de la importancia de la división entre público y privado para la subordinación de las mujeres (Rosaldo y Lamphere, 1974). Michelle Rosaldo (1980) tematiza la limitación universalmente visible de las mujeres al espacio doméstico, mientras que el poder era conferido a la llamada esfera pública que estaba ocupada por hombres. Sherry Ortner (1974) conecta este enfoque con su análisis y crítica estructuralistas de la presuposición de que las mujeres serían a la naturaleza lo que los hombres a la cultura.
Estas dos estratégicas compilaciones de artículos llamaron la atención de la teoría feminista euro-estadounidense, orientándola hacia el sistema sexo-género (Reiter, 1975) y hacia los pares antitéticos emparentados naturaleza/cultura y público/privado. Las teorías posteriores sobre la situación social de las mujeres estuvieron, por un lado, fuertemente influidas y, por otro, fueron cada vez más críticas hacia los efectos universalizantes de estas herramientas analíticas (Maccormack y Strathern 1980; Rosaldo 1980; Ortner y Whitehead 1981; Rubín 1984).
La focalización en el sistema sexo-género y la separación de lo público y lo privado fueron enérgicamente criticadas por las mujeres negras, porque, a través de esto, se habría invisibilizado o subordinado a todas las otras ‘otras’. Los intentos por utilizar representaciones occidentales del sexo/género para caracterizar a la ‘mujer del Tercer Mundo’ reproducían a menudo discursos orientalistas y colonialistas (Mohanty, 1984; Many Voices, 1984). Por lo demás, desde los comienzos de los movimientos de mujeres posteriores a la Segunda Guerra Mundial, las mujeres estadounidenses ‘de color’ –una construcción de identidades de género en sí misma compleja y controvertida– habían desarrollado teorías críticas sobre la producción de sistemas de diferencias jerárquicas en las que raza, nación, sexo/género y clase estaban entrelazadas entre sí (Ware 1970; Bethel y Smith 1979; Smith 1983; Combahee River Collective 1977; Moraga y Anzaldua 1981; Joseph y Lewis 1981; Hooks 1981 y 1984; Lorde 1982 y 1984; Davis 1982; Hull, Scott y Smith 1982; Walker 1983; Moraga 1983; Christian 1985; Giddings 1985; Sandoval 1991). Estas teorías sobre la localización social de las mujeres fundan y organizan una teoría feminista «genérica» abierta y no universalizante, en la que conceptos como los de «diferencia» (Lorde), «conciencia de oposición» (Sandoval), «womanist» (Walker), «feminismo del Tercer Mundo» (Moraga) y «clases político-sexuales» (Sofoulis) estructuran el campo de un discurso específico de liberación de las mujeres, al decodificar lo que suele entenderse por «mujer», tanto dentro como fuera del «feminismo», en sistemas mundo de dominación heterogéneos y, al mismo tiempo, entrecruzados.
En la década de 1980, se estableció en Nueva York la editorial Kitchen Table: Women of Color Press para publicar escritos de mujeres de color de izquierda. Hay que ver este desarrollo en el contexto de las publicaciones internacionales en las que las mujeres, escribiendo de muchas formas, vuelven consciente la historia de su construcción, desestabilizando en ello el canon del feminismo occidental y el de muchos otros discursos. Las relaciones jerárquicas de raza desplazaron estas publicaciones a causa de su origen, de su lenguaje y de su tipo –en pocas palabras, la «marginalidad», la «alteridad» y la «diferencia» son vistas desde la posición «no caracterizada» de la teoría («blanca») dominante y hegemónica–. Pero el concepto de sexo/género trata precisamente de la «alteridad» y la «diferencia», un hecho que constituye al feminismo como política y lo define en sus terrenos de lucha y en su repetido rechazo a las ‘teorías maestras’.
4. Lo que en el discurso feminista europeo y estadounidense se expresa con la palabra gender, en los textos europeos se formula frecuentemente como «posición de sujeto sexuada» y «diferencia de sexo/género» –sin que uno de estos modos de hablar excluyera al otro–. (En el feminismo marxista británico, se habla del «sujeto sexuado en el patriarcado»: Mitchell 1971; Kuhn y Wolpe 1978; Marxistisch-feministisches Literaturkollektiv [Colectivo Marxista-Feminista de Literatura] 1978; Brown y Adams 1979; Revista m/f; Barrett 1980). Del feminismo socialista alemán, se hicieron internacionalmente conocidos los escritos sobre la sexualización de Frigga Haug, realizados sobre la base del «trabajo de rememoración» (1980, 1982; Haug et al. 1983; en inglés, 1987/1999).
Varias corrientes del feminismo europeo occidental surgieron luego de los acontecimientos de Mayo de 1968. Las contribuciones de Monique Wittig, Monique Plaza, Colette Guillaumin y Christine Delphy, publicadas en Questions féministes, Nouvelles questions féministes y Feminist Issues, así como los textos de Julia Kristeva, Luce Irigaray, Sarah Kofman y Hélène Cixous han tenido particular influencia internacional (véanse resúmenes en Marks y /de Curtieron, 1980; Moi, 1985; Duchen, 1986). El enfoque de Monique Wittig y Christine Delphy, que insisten en que se trata de dominación y no de diferencia, se opone al enfoque de Irigaray, Kristeva y Cixous que, remitiéndose a Derrida, Lacan y otros, insisten en que el sujeto es un proceso constante, que es quizás mejor abordado mediante la escritura y los procedimientos textuales con sus sujetos desgarrados, de manera que la representación de la mujer permanece siempre inconclusa y multiestratificada.
Donna Haraway
II. Para las concepciones (de)constructivistas es paradigmática la formulación de Ulrike Teubner y Angelika Wetterer de «que, en lo que atañe a la pertenencia al sexo/género de las personas y al binarismo de género en cuanto principio social de clasificación y diferenciación, no se trata de una norma impuesta por la naturaleza, sino del resultado de procesos de construcción social» (1999, 12 s.). Lo que se entiende exactamente por «construcción social» de sexo/género difiere en las distintas teorías, no en último lugar a causa de que los procesos de construcción de sexo/género se investigaron en ámbitos sociales muy distintos en cada caso; una vez, el enfoque se centra en las interacciones sociales; otra, más bien en los procesos estructurales o institucionales; y otra, en la constitución discursiva del sexo/género en textos literarios o en discursos normativos. Pero, en su conjunto, con esta perspectiva, el marco de los cuestionamientos se ensanchó inmensamente: todos los aspectos de la sociedad (las situaciones y estructuras sociales, las instituciones, la arquitectura, las formas del saber, la subjetividad, etc.) se hacen visibles como (posibles) factores de la construcción y la organización sociales del sexo/género, como elementos generizados y generizantes del «ordenamiento entre los sexos» [Arrangement between the sexes] (Goffman 1977). Y, estrechamente unida a ello, en casi todas estas posiciones, la investigación sobre las mujeres se desplaza hacia la investigación sobre el sexo/género. Si la investigación habitual sobre las mujeres se concentraba en demostrar las distintas facetas de la no percepción de la vida y de la acción de las mujeres, así como de su discriminación en los distintos terrenos de la sociedad, la investigación sobre el sexo/género parte de un cuestionamiento general del sexo/género: por así decirlo, en un paso previo, se problematiza la razón por la cual los individuos tienen que volverse en ‘mujeres’ u ‘hombres’ y el significado del hecho de que muchas sociedades se organicen centralmente a través del sexo/género. Se trata de aclarar cómo se (re)produce el orden simbólico del binarismo de género heterosexual en distintos procesos sociales y qué consecuencias tiene esto para la organización social, el lenguaje, la arquitectura, la ciencia, el pensamiento y no en último lugar para los individuos (y su desarrollo emocional, psíquico, cognitivo y corporal).
1. De la mano de la reconstrucción de los procesos de construcción social del sexo/género se desarrolla, en la mayoría de los casos, al mismo tiempo un interés en una deconstrucción del sexo/género como principio de organización social hegemónico y como modo de existencia individual. La utopía de relaciones sociales más allá del sexo/género es asociada, por un lado, con la idea de que, con ello, la categoría del sexo/género misma se volvería obsoleta (cf. Gildemeister y Wetterer 1992) y, por otro, con la idea de una multiplicación de los sexos/géneros que conduce a que el sexo/género sea socavado en cuanto categoría social normativa, estratificadora y disciplinante (Butler 1990; Maihofer 1995). Pero sería un malentendido pensar que la habitual investigación sobre las mujeres fue sustituida por este desarrollo teórico. Mas bien estamos ante el desarrollo específico de la comprensión, vinculada con la investigación sobre las mujeres, acerca de la importancia fundamental del sexo/género para el conocimiento de la sociedad. Con esto, se establece y refuerza un cambio de paradigma teórico sin que necesariamente se pierda el ímpetu de la crítica al patriarcado. Por el contrario, ahora la crítica se dirige al sexo/género, en general, en cuanto principio de dominación social. La investigación del sexo/género tiene en mira la existencia de relaciones de género, más allá de la forma patriarcal de las relaciones entre los sexos/géneros.
Un rasgo común a todas las posiciones (de)constructivistas es también la problematización de la separación de sex y gender que surge en las teorías feministas, en la década de 1970 (cf. Lerner 1986, 238; cf. las críticas a esto en Gildemeister y Wetterer 1992, 205 ss.; Nicholson 1994, 200 s.).
Como escribe Barbara Duden, esta demarcación de límite «tanto catapultó históricamente al cuerpo fuera de la historia, como también dejó sin aclarar la representación acerca de este, como un punto ciego más allá de los márgenes de la perspectiva histórico-social» (1991, 8). La investigación histórica mostró que no solo el entendimiento y la percepción del cuerpo con sexo/género supuestamente natural, su anatomía y morfología varían históricamente, sino también el modo en que se lo siente, experimenta y practica. Estas transformaciones van estrechamente unidas a los distintos desarrollos en las relaciones de género (Honegger 1991; Duden 1991). En resumen, se puede decir que el sexo/género biológico –como el social– pertenece al ámbito de la cultura y de la significación (Laqueur 1990).
Para la investigación del sexo/género, esto significa una ampliación de su campo temático: ahora es el cuerpo biológico el que requiere esclarecimiento. Tanto el modo puntual de entenderlo, como también el desarrollo de praxis, sentimientos e ideas corporales ‘femeninos’ y ‘masculinos’ se transforman en parte integral de la teoría del sexo/género. Por otra parte, ante este trasfondo, pasa a ser inadecuado hablar de ‘estudios de género’ o ‘Gender Studies’, en la medida en que el concepto inglés ‘gender’ implica una contraposición entre género biológico y social (la de sex y gender). En un sentido estricto, esto impide una representación lingüística adecuada del desarrollo teórico, lo cual conduce a frecuentes malentendidos. Todavía falta una alternativa conceptual.
Otro fundamento de la mayoría de las concepciones (de)constructivistas es la crítica, al discurso acerca de ‘la’ mujer, formulada especialmente por mujeres negras y de color, . Este modo de hablar se muestra como una generalización improcedente de un modo de vida, el de la mujer occidental, burguesa, blanca y heterosexual de clase media, como norma hegemónica para todas las mujeres (Spelman 1988). Esta crítica conduce a la comprensión de que el sexo/género no puede ser analizado independientemente de otros aspectos como los de la ‘etnicidad’, la ‘clase’ o la ‘orientación sexual’. Y, como con razón lo subraya Spelman, no basta con concebir la relación aditivamente (, 114 ss.), sino que hay que entenderla como un entrecruzamiento, combinación o entrelazamiento (Hooks 1990; Meulenbelt 1993; Rommelspacher 1995). Además, los distintos factores cambian su significación según el contexto. En todos los casos, un individuo concreto es siempre una combinación única, inconfundible. Esto no implica necesariamente una interminable serie de individuos aislados sin puntos en común, sin generalidades objetivas, aunque ese peligro existe (Spelman 1988, 133 ss.). Fenomenológicamente esta representación surge también a partir de la creciente ‘individualización’ y ‘pluralización’ de los modos de vida en las sociedades occidentales. Pero, mirándolos bien, los procesos de desarrollo individual –como quiera que se encuentren diferenciados y modificados de un modo heterogéneo y diverso, en el plano específico de ‘clase’, el ‘étnico’ o el ‘sexual’ siguen ocurriendo en el marco de relaciones de poder patriarcales burguesas y bajo la dominancia de los mecanismos disciplinarios y de normalización atados a ello. Ya solo a causa de esto existe una cantidad de puntos en común estructurales entre los individuos. Así, por ejemplo, en las sociedades occidentales, ahora como antes, todos los individuos están ‘obligados’ a conformar una identidad, convertirse en un sujeto, desarrollarse como un ‘hombre’ o una ‘mujer’, al margen de cuán diferenciada, convencional o subversivamente lo hagan.
2. Dentro de las teorías de género (de)constructivistas, son centrales los conceptos en los que el sexo/género se entiende como «doing gender». A este respecto han sido determinantes especialmente los estudios etnometodológicos de Harold Garfinkel (1967). En estos estudios, se hace visible la construcción social de la pertenencia de sexo/género como un sinnúmero de interacciones cotidianas, en las cuales el sexo/género de una persona es producido por ella misma y por otros (cf. Lindemann 1993; Hirschauer 1993). Pero aún mayor trascendencia tuvieron las tesis de Erving Goffman (1977). Su punto de partida es la pregunta por cómo es posible que la mayoría de las personas recurra a diferencias de sexo/género biológicas mínimas para explicar las grandes desigualdades sociales entre los sexos/géneros. Para suponer que eso es plausible, se requiere «un cuerpo de creencias y prácticas sociales vasto e integrado». Aquí el sexo/género funciona como «base de un código fundamental según el cual están construidas las interacciones y estructuras sociales; un código que también influye determinantemente sobre las ideas que tienen los individuos sobre su naturaleza humana fundamental» (302). Los individuos aprenden desde pequeños a «representar» el propio sexo/género del modo más convincente posible y a «identificar» del modo más certero e inmediato posible la «pertenencia de sexo/género» de los otros. Al mismo tiempo, las situaciones sociales están organizadas de manera tal que ponen a disposición de los individuos los medios para ello necesarios e, incluso, recomiendan directamente los modos de acción genéricos respectivos. De este modo, se produce y certifica, siempre de nuevo, la creencia en la naturalidad de las diferencias de sexo/género. Goffman denomina «reflexividad institucional» a esta circularidad de interacciones sociales, (302 ss.). Como ejemplo, remite, entre otras cosas, a la división, institucionalizada en las sociedades occidentales, de los baños según el sexo/género, a la segregación genéricamente específica en el mercado de trabajo y también a la forma usual de la elección de pareja que conduce casi siempre a las mismas constelaciones: hombre de mayor contextura y edad, mujer más pequeña y joven. A través de esta elección, mujeres y hombres crean la base óptima para presentarse mutua y convincentemente el ejercicio de sus «naturalezas» supuestamente diferentes (319 s.). La estructura de las interacciones sociales garantiza, por lo tanto, no solo una permanente construcción de la diferencia de sexo/género, sino también, al mismo tiempo, su naturalización, la creencia en que ella se basa en la naturaleza humana. De acuerdo con Goffman, el sexo/género, y no la religión, es «el opio del pueblo» (315).
Siguiendo esta línea, Candace West y Don H. Zimmerman definen el sexo/género expresamente como «doing gender» y subrayan: «Doing gender implica un complejo de actividades perceptivas interactivas y micropolíticas socialmente guiadas que encasillan las búsquedas particulares como expresión de ‘naturalezas’ masculinas y femeninas» (1991, 14). Pero, en todo caso, con el término «naturalezas», » no solo rechazan las diferencias de sexo/género naturales, biológicas, como base de la acción individual y de la organización social, sino también las apropiadas a través de la socialización. El sexo/género es concebido por ellos, pues, de manera antiesencialista en un sentido aún más fundamental, ya que ahora lo piensan como algo que uno «hace» y no como algo que uno simplemente «es». Y con ello se desplaza la atención teórica y empírica: alejamiento de la mirada sobre el sexo/género como expresión de algo interno, de una esencia masculina o femenina; acercamiento a una representación del sexo/género como un efecto de interacciones sociales que vuelve a surgir una y otra vez: «más que como una propiedad de individuos, concebimos al género como un rasgo emergente de situaciones sociales» (ibid.). Dentro de esta tradición, se encuentra toda una cantidad de investigaciones en las que se muestra cómo en situaciones cotidianas, en comunicaciones, en la familia, en la esfera profesional, se construyen el sexo/género o sus diferencias (Weiterer 1995; Hirschauer 1993; Lorber 1999; Connell 1999). Pero, a pesar de toda la productividad que le es propia, este desplazamiento también trae consigo reducciones teóricas. Con él existe, por ejemplo, la tendencia a concentrarse en detalle casi exclusivamente en el análisis del procesos de construcción social del sexo/género. A esto va estrechamente unida una concepción en la que el sexo/género ya no es simplemente praxis social, sino un actuar que, una y otra vez, vuelve a ser evocado por situaciones sociales y en ellas. Se pierde de vista el ‘sujeto’ en cuanto ‘punto de partida de las acciones’, cualquiera sea su constitución.
También Robert W. Connell (1999) se dirige contra el sexo/género como característica fija de una persona (38). Mediante conceptos como «personalidad» o «carácter» (93), el sexo/género es pensado, según él, como algo rígido, invariable (57). En oposición a esto, subraya el carácter procesual del sexo/género en «configuraciones de praxis del género» ([configurations of gender practice] 92). El sexo/género es para él una estructura de acciones genéricas que le son asignadas a una persona como expresión de su genericidad, o que ella misma se asigna como una expresión tal. En otras palabras, para él tampoco hay un autor detrás del acto, sino solamente el acto o el hacer ( doing gender) originado en y a través de una situación social.
Lo problemático no es el abandono de la idea metafísica para la cual el ‘sujeto’ es una esencialidad de antemano existente, interna del individuo. Pero de la tesis de que no hay ningún autor antes del acto (en el sentido causal y temporal), no se sigue inevitablemente que no lo haya después del acto: un «sujeto/género» como resultado de praxis sociales (cf. Foucault 1977 y 1986). Así, la ‘coerción’ de tener que desarrollar una identidad de sexo/género como ‘mujer’ o como ‘hombre’ significa que un individuo tiene que asignarse, una y otra vez, como expresión de su identidad genérica, las muchas acciones, modos de pensar y sentimientos genéricamente específicos que de él exigen las situaciones sociales. Por eso, la identidad de sexo/género adquiere, en el transcurso del desarrollo individual, sucesivamente, una realidad material ‘en’ y ‘para’ los individuos; por ejemplo, en forma de una relación específica consigo mismo.
Judith Lorber ve en su teoría del «sexo/género como institución social» un desarrollo del enfoque «doing gender» (1999, 55 ss.). Pero su punto de partida está puesto conscientemente «no en el individuo, ni tampoco en las relaciones interpersonales, a pesar de que la construcción y el mantenimiento del gender se manifiestan en las identidades personales y en la interacción social» (41). Ella entiende el sexo/género sobre todo como «una institución que establece los patrones de expectativa para los individuos, regula los procesos sociales de la vida cotidiana, está atada a las formas más importantes de la organización social de una sociedad, es decir, la economía, la ideología, la familia y la política, y es, además, una magnitud en sí» (ibid.). Conforme a ello, el sexo/género, como «institución social», abarca, por una parte, aspectos estructurales (como la división social del trabajo, las relaciones de parentesco); por otra, aspectos ideológicos o simbólicos (como las normas, el lenguaje, el arte), así como rasgos de la personalidad (como «patrones de sensibilidad y de comportamiento», identidad de sexo/género) (76). A pesar de lo abarcador de esta concepción, en su entendimiento del sexo/género también tiene lugar una reducción teórica y empírica. Para comenzar, esta se expresa en la primacía de la institución frente al individuo y la acción. En lugar de rechazar esta oposición y de considerar todos estos aspectos del sexo/género como ‘puntos iniciales y finales’ equipolentes, y de analizarlos en las determinaciones mutuas respectivas, Lorber parte expresamente, una y otra vez, del sexo/género en cuanto institución social como si fuera lo más importante y de mayor trascendencia (47 s.).
3. Todos estos aspectos de la concepción (de)constructivista del sexo/género encuentran su más radical problematización en Judith Butler. Punto de partida es la crítica a la naturalidad con la que, dentro de la teoría y política feministas, se construyen argumentos usando la categoría de ‘mujer(es)’ (1999, 3 ss.).
De esta manera se postula algo anterior que, supuestamente, todas las mujeres, qua ser-mujer, comparten entre sí. Pero, en última instancia, eso solo es posible recurriendo a un cuerpo-sexo natural [sex], común a todas las mujeres. A esto se asocia por otra parte la idea metafísica de un sujeto sustancialmente dado que se representa en sus exigencias. Y, en buena medida, se supone una identidad homogénea de las mujeres. Pero, para Butler, tanto el sujeto, como la identidad, como el cuerpo no son elementos dados/esencialidades que puedan presuponerse como algo obvio. Como lo formula desde la perspectiva de la teoría del discurso, hay que designarlos como efectos de prácticas discursivas.
Así el concepto de sexo/género debería designar «el aparato mismo de producción mediante el cual se determinan los sexos en sí» (55). Y, en consecuencia, también debería abarcar «el medio discursivo/cultural a través del cual la ‘naturaleza sexuada’ o ‘un sexo natural’ se forma y establece como ‘prediscursivo’, anterior a la cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura» (56). La importancia de esta comprensión radica en que solo así se torna visible la vinculación constitutiva del sexo/género y la heterosexualidad en el discurso del sexo/género hegemónico. La relegación de «la dualidad del sexo en un campo prediscursivo» se evidencia como un aseguramiento de la estabilidad interior y del marco binario para el concepto del sexo/género (ibid.). Esta es la razón por la cual, según Butler, hay que entender al sexo/género expresamente como «efecto de una práctica reguladora que puede definirse como heterosexualidad obligatoria» (73). Esta insistencia en el nexo entre sexo/género y organización heterosexual del deseo que es constitutivo para el orden actual de sexo/género es, sin dudas, otro de los aspectos de importancia en los trabajos de Butler (cf. Hark 1993; Hennessy 2000). La figura en que se plasma la representación del sexo/género como efecto discursivo es para Butler el travestismo. Este es, en su forma, «una doble inversión que afirma: ‘las apariencias engañan’ […]. Mi apariencia ‘exterior’ es femenina, pero mi esencia ‘interior’ [en mi cuerpo] es masculina». Al mismo tiempo se representa la inversión opuesta: «Mi apariencia exterior’ [en mi cuerpo, ] es masculina, en cambio, mi esencia interior, es femenina» Butler 1999, 267 s.). En la manifestación de que «la apariencia» es un «ilusión» se aclara del todo el nexo imaginario entre cuerpo y sexo/género. Lo aparentemente auténtico, el cuerpo aparentemente real, natural, se vuelve visible como un efecto (283). En ella, se hace patente además que no se trata de una coerción natural, sino de una coerción social, perteneciente al actual discurso heterosexual del sexo/género; coerción que demanda la unificación de los distintos pensamientos, sentimientos, formas del deseo sexual y praxis genéricas en una identidad de género, como también la identidad/ coincidencia entre cuerpo sexo/género e identidad de género. Buena parte de la candente actualidad y de la fascinación que ejerce la concepción de Butler tiene, sin lugar a duda, su origen en la comprensión que ella nos brinda de estas complejas coerciones identitarias, y, especialmente, de las concernientes a la unificación de cuerpo sexo/género e identidad de género. Cabe constatar además la radicalidad con la que ella nos permite pensar el sexo/género como relación imaginaria.
4. Mientras que, a finales de la década de 1980 y comienzos de la de 1990, se vivió una verdadera explosión de discursos sobre la categoría de sexo/género, una década más tarde reina la calma alrededor del tema. En especial, dos problemas parecen bloquear la continuación de un desarrollo: 1. Mientras que la comprensión de la historicidad y del carácter social fundamentales del sexo/género permite hablar de cierta cercanía a una perspectiva marxista/materialista, las aproximaciones al sexo/género desde la perspectiva de la sociedad en su conjunto son, hasta ahora, pocas o ninguna. Así continúa sin realizarse una tentativa teórico-social de gran alcance para una teoría de las relaciones de género y sus posibles cambios en el marco de los procesos de la transformación de la sociedad. 2. La insuficiencia teórico-social de las concepciones (de)constructivistas del sexo/género, de cierto modo, se refleja en una insuficiencia en cuanto a la teoría del sujeto: por justificada que sea la crítica a las concepciones esencialistas de ‘subjetividad’, ‘identidad’ y ‘cuerpo’, con ella se pierde de vista lo que en realidad sucede ‘en los individuos, en sus ‘almas’, en sus ‘cuerpos’ cuando viven en sociedades en las que, desde el primer segundo de sus existencias, se hace de ellos ‘mujeres’ y ‘hombres’. Pues las relaciones de género no solo se construyen y reproducen en instituciones, interacciones o discursos sociales, sino también ‘en’ los individuos (cf. Haug 1999). Los individuos no solo se convierten continuamente en sexo/género, en ‘mujeres’ y ‘hombres’ en situaciones sociales, sino que, en el transcurso de su desarrollo, ellos también ‘existen’ como tales –por ejemplo, en las relaciones consigo mismos como esta identidad genérica específica, o en estos procesos de unificación y particularización que se producen una y otra vez en relación con esta ‘mujer’ concreta o con este ‘hombre’ concreto (Maihofer 1995). Pero, para volver a integrar estos procesos a la reflexión teórica y al análisis empírico, no se puede hacer simplemente referencia a las representaciones tradicionales de ‘subjetividad’, ‘identidad’ y ‘cuerpo’. La elaboración de nuevas conceptualizaciones que no recaigan en los criticados esencialismos es una de las tareas centrales de la teoría del sexo/género.
Andrea Maihofer
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