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Klaus Holzkamp

Las relaciones interpersonales en el aula. Individualización producida por vía de la evaluación vs. resistencia colectiva y fragmentada en contra de las amenazas

Apartado perteneciente al capítulo 4.3 del libro Aprender: fundamentación sujeto-científica, de Klaus Holzkamp (1993/2023; pp. 629-639). Para una visión global del libro y sus partes, v. el Prólogo a la edición en castellano, de Morus Markard, así como el Índice de contenidos [PDF] del mismo libro.

La versión PDF de este artículo puede descargarse en el sitio web de la revista Teoría y Crítica de la Psicología.

Dijimos que los procesos disciplinario-escolares no se refieren directamente a las alumnas o alumnos individuales, sino que siempre lo hacen por medio de las relaciones interpersonales dentro de la clase. Articulando este hecho, desarrollaremos ahora nuestra argumentación en este nivel, por así decirlo, más concreto. Las «partes» disciplinario-escolares mencionadas —por un lado, la administración escolar y el docente y, por otra parte, las alumnas y alumnos en cuanto sujetos invisibilizados del aprendizaje— no se enfrentan directamente con sus estrategias y contra-estrategias respectivas, sino que lo hacen bajo la forma de la relación interpersonal entre el docente y las alumnas/ alumnos en una clase determinada. A su vez, esta relación se caracteriza por la enseñanza sistemática en grupo. Haciendo referencia a Foucault, vimos que ésta era el resultado de un proceso iniciado a mediados del siglo XVIII, en el cual se reorganizaron las formas diversas y flexibles de la instrucción escolar[1] y en el que, finalmente, un docente instruía un número determinado de alumnas y alumnos de una clase, los cuales se le enfrentaban como elementos homogeneizados y aislados. Por una parte, esto permitía por vez primera que los alumnos reciban una instrucción simultánea. Por otra parte, sometida a la mirada disciplinaria del docente, la clase podía ser controlada de tal manera que no pudiera escapar a la influencia del mismo. Como vimos, esta forma de coordinación también caracteriza —de manera más o menos expresa— la relación oficial docente-alumno en la clase de hoy en día: la promoción, la repetición y otras medidas han de inducir la homogeneización, de tal manera que todas las alumnas y alumnos de una clase presenten la misma preparación como precondición para los procesos de aprendizaje condicionados por la instrucción. Ahora como antes, esto ha de permitir que sus diferencias de rendimiento se interpreten como diferencias naturales de talento, las cuales puedan considerarse una base «justa» para la asignación diferenciadora de las trayectorias. Todo esto implica que cada una de las alumnas y alumnos sea aislado de los demás y cada cual adscrito a su «propia singularidad», para así permitir una evaluación individual bajo condiciones uniformes. Como vimos, este esquema oficial de la organización interpersonal en el aula se desprende de la función social general de la escuela, la cual ha de asegurar la «justeza» de las oportunidades vitales desiguales condicionadas por las trayectorias. Y por esta misma razón es frecuente que este esquema se imponga, como tendencia dominante, incluso dentro de los modelos escolares y/ o conceptos didácticos con los cuales se lo pretende superar (volveré sobre este punto).

En el contexto del presente análisis, estas representaciones oficiales acerca de la organización interpersonal idónea en el aula saltan a la vista como estratagemas adicionales que acompañan la mencionada estrategia disciplinaria escolar del asedio centrado en el alumno. Únicamente a través de la homogeneización y el aislamiento de las alumnas y alumnos en la clase es posible centrar el asedio realmente en cada «alumno» individual. Solo así es posible transformar el «alumno» individual en objeto de una evaluación «justa» —guiada por la comparación con las demás alumnas y alumnos de la clase— y solo así serán «justas», llegado el caso, las consecuentes medidas especiales dirigidas a su persona.

Contradiciendo lo que a primera vista pudiera suponerse, esto rige también en aquellos casos especiales en los cuales se permite que las alumnas/ alumnos se ayuden mutuamente, o en los que incluso se eleva el «aprendizaje cooperativo» a «objetivo educativo». En el primer caso se aplica el medio didáctico de la «enseñanza entre pares» (peer teaching) para mejorar el rendimiento que más tarde volverá a evaluarse de manera aislada con relación a cada «alumno». En el segundo caso, no es raro que incluso el «espíritu cooperativo» mismo devenga objeto de evaluación individual:

«… una contingencia cooperativa representa una situación en la que los miembros del grupo se ocupan de una estructura de recompensas altamente contingentes junto a sus compañeros; si hacen lo que le ayuda al grupo a recibir una recompensa, serán elogiados; si no lo hacen, serán reprendidos» (Slavin, 1980, p. 317).

Pero en todos los casos (y como sucedía por ejemplo allí donde se posibilitaba el aprendizaje por descubrimiento[2]) es el docente quien controla la configuración de las ayudas mutuas o de la cooperación entre las alumnas/ alumnos, aunque a veces proceda de una forma más bien indirecta. Y por cierto, procede de tal manera que nada de esto impida realizar, en las situaciones existencialmente significativas, una evaluación aislada del rendimiento de cada una de las alumnas y alumnos (v. la síntesis de Foot, Morgan y Shute, 1990). Más adelante volveré a tratar detalladamente lo que puede significar y las contradicciones que puede implicar, desde el punto de vista de los sujetos de aprendizaje, un «aprendizaje cooperativo» fuera del alcance de la administración escolar.

Ejerciendo su función disciplinaria, el docente intenta estructurar la situación interpersonal en el aula en concordancia con los mecanismos administrativo-escolares de asedio. Por su parte, los alumnos, si quieren enfrentar estos intentos y las amenazas que implican, deben tratar de contraponele alguna estrategia a la homogeneización y el aislamiento que les son impuestos. El resultado es, de una u otra forma, aquella comunidad solidaria oculta, «subversiva», entre las alumnas/ alumnos de una clase. En la ideología y en la ciencia oficial que se ocupan de la escuela, esta comunidad se designa con eufemismos como el de la «cohesión de grupo» de una clase o con términos neutrales como el del «grupo de alumnos». Empero, como el docente y todos los demás «en verdad» saben, él se enfrenta realmente a ese grupo. La función estratégica central de esta comunidad solidaria es la de superar el aislamiento de los alumnos entre sí, con el fin de evitar las amenazas implícitas en las evaluaciones individuales uniformes y «comparables» «ordenadas» oficialmente por la escuela. Para ello se recurre a conocidas tácticas, como las de «soplar» y «copiar» informaciones, pero también hay intentos menos visibles —aunque no menos variados— de distraer y manipular al docente, una forma por así decirlo colectiva de la simulación de procesos y resultados de aprendizaje antes mencionada. Pero con ello el alumnado también intenta, de un modo más general, contraponerle cierto poder a la superioridad que en todos los niveles se le asegura administrativamente al docente, aprovechando la situación en el aula, donde él es solo uno, mientras que «nosotros» somos muchos. Así se sostiene una especie de guerra de guerrillas (con diferentes intensidades y formas de manifestación) en contra del docente, aplicando aquellos engaños, obstrucciones, maniobras perturbadoras, «travesuras», etc. que, más adelante, suelen transformarse en el contenido de las historias rememoradas en los eventuales encuentros de los ex-alumnos (y que además constituyen un tema popular en las autobiografías).

Así pues, en el aula, la relación docente-alumno tiene lugar, por así decirlo, en dos niveles. Por una parte, en un nivel oficial, en el que a su vez se le enfrentan al docente los alumnos individuales presentes, los cuales se exponen de una manera comparable a su instrucción. Y, por otra parte, en un nivel oficioso, en el cual el docente que imparte instrucción se ve enfrentado a la comunidad solidaria oculta, cuyas tentativas de engaño y obstrucción debe manejar de alguna manera, recurriendo a su «superioridad» institucional, con el fin de llevar a cabo una instrucción regular. Esta es la expresión más concreta, interpersonal, de la expuesta contraposición de las estrategias por parte de la escuela y por parte de los alumnos. En esta contraposición no solo son invisibilizadas las estrategias del alumnado, sino que, en cierta medida, también lo son las estrategias que les contrapone el docente, pues éstas no se corresponden cabalmente con la visión escolar oficial (de manera análoga, según Freud, para poder contener los «retoños» o «ramificaciones» del inconsciente, los mecanismos de defensa en el mismo yo —por lo demás, consciente— deben ser inconscientes).

Con ello salta a la vista, en este plano oficioso, la tarea central del docente, el deber de «meter en cintura» a su grupo de alumnas y alumnos, siempre de nuevo y a pesar de sus rebeldías. Tal vez, desde el punto de vista de la disciplina escolar, esta constituya la calificación profesional decisiva del docente, ya que solo puede ejercer su función oficial sobre esta base.

Para entender correctamente estas disputas ocultas hay que tomar consciencia de que aquí los frentes entre las partes, alumnado y docente, en modo alguno son claros. Debido a los intereses contradictorios en juego —defensa colectiva vs. escape y avance individual—, la comunidad solidaria de las alumnas y alumnos es siempre frágil y fragmentada, exigiendo, en las filas del mismo alumnado, la toma de «medidas» en contra de los disidentes individuales que al parecer colaboren con la contraparte (los alumnos modelo, los que acusan a los demás, etc.). Las sospechas acerca de tales disidencias no solo son frecuentemente injustas, sino también dañinas para los alumnos mismos, por ejemplo cuando entre compañeros se difaman y menoscaban los intereses expansivos en el aprendizaje. El docente, por su parte, sacará provecho de todo esto de distintas maneras, según la situación del conflicto. Por ejemplo, puede tratar de reclutar y atraer de manera aislada distintos alumnos, o también puede ridiculizar determinados alumnos, ponerlos en evidencia, «exhibirlos», hacer que el resto del alumnado «ría con él» a costa de ese alumno, para sacar ventajas tácticas de la disolución de la comunidad solidaria de las alumnas y alumnos. Por último, el docente puede relativizar, en determinados casos, su toma de partido por la escuela y en contra de los alumnos: puede «hacer la vista gorda», hacerse el simpático con sus alumnas y alumnos, o también salirse de su papel disciplinariamente preformado al mostrar compromiso pedagógico y ofrecer su cooperación con el fin de dilucidar contenidos concretos. De esta manera, en todo caso, se expone a los ataques por parte de las instancias «superiores» de la administración escolar (o por parte de los padres). Volveré sobre ello.

Las configuraciones significativas disciplinario-escolares tienen como resultado este tipo de maniobras táctico-estratégicas fragmentadas y contradictorias de las alumnas y alumnos en contra del docente y viceversa. Se trata de una lucha de poder manifiesta o latente, bajo las condiciones de supremacía institucional de la escuela o del docente. Es en este contexto (oficialmente silenciado) donde se sitúan las interacciones docente-alumno «previstas» para la instrucción, y es por lo tanto este contexto el que deberá tomarse en cuenta si se quiere ir más allá de los expuestos modelos abstractos de la visión subjetiva de los «alumnos», de las relaciones interpersonales en el grupo de alumnas y alumnos, del «clima en el aula», etc. Solo entonces podrán comprenderse las relaciones interpersonales conectadas con la función histórica concreta de la disciplina escolar, a través de las cuales la escuela termina siempre asegurándose las ventajas estratégicas de poder que le permiten reproducir en el aula aquella organización de la instrucción que resulta funcional a la conservación del sistema y con la que se introduce la tendencia a la normalización que transforma el aprendizaje en aprendizaje defensivo.

En mi opinión la relación más importante de este tipo, de la cual pueden deducirse otras configuraciones igualmente relevantes, es la secuencia tripartita initiation → reply → evaluation típica de la escuela, analizada por Mehan. De acuerdo con nuestra concepción, esta secuencia evaluativa representa la concreción y operacionalización de la totalidad escolar disciplinario-evaluativa[3] en vista de las relaciones interpersonales en el aula. Aquí se muestra cómo una función que inicialmente servía de justificación externa para la asignación escolar de las trayectorias adquiere una importancia estratégica encubierta. Pues la evaluación no se desprende únicamente del deber que tiene el docente de evaluar los rendimientos del alumno (lo cual podría cumplirse en el marco de las ocasiones oficialmente estipuladas para la evaluación, la calificación de exámenes y la producción de certificados), sino que constituye el modo en el cual el docente entra en una relación, en cuanto docente, con la alumna o alumno. No existe prácticamente ninguna expresión vital de la alumna o alumno que el docente no evalúe mediante un «correcto-incorrecto», «bien-mal», o también a través de variadas expresiones no-verbales de aprobación o rechazo, acuerdo o desacuerdo. En la medida en que el docente simplemente le conteste al alumno o tome la idea expresada por éste y le siga el hilo, se alejará —estrictamente hablando— de su papel de docente. En un primer plano, la forma permanentemente evaluativa del trato que el docente le da a las alumnas y alumnos tiene la función de mantenerlos a distancia (similar a la función del jab en el boxeo), para así confirmar en la práctica, una y otra vez, la asimetría escolar disciplinaria de la relación docente-alumno: el «alumno» es objeto legítimo de la evaluación por parte del docente, pero no a la inversa. A través de este tipo de evaluaciones las alumnas y alumnos se ven una y otra vez cuestionados, aislados, relegados a sí mismos. Lo que aquí está en primer plano no son los problemas de contenido que he de resolver, por el contrario, puesto que induzco permanentemente las evaluaciones del docente, resulta obvio que yo mismo soy el problema.

Esto nos indica que la ubicuidad de las secuencias evaluativas no solo debe considerarse en cuanto técnica para el manejo de la situación actual por parte del docente. También adquiere un valor estratégico adicional a largo plazo: con cada evaluación de un alumno concreto se determinan parcialmente las valoraciones relativas a ese mismo alumno en la próxima evaluación y, así, las evaluaciones del docente tienden a diferenciarse desembocando finalmente en valoraciones consistentemente distintas de las diferentes alumnas y alumnos. Esto tiene su origen en un proceso que se produce, por así decirlo, en el presente inmediato, pero que luego es considerado en las evaluaciones oficiales (por ejemplo, en los certificados) y que así, de un modo casi imperceptible, «natural», contribuye a la producción de la distribución diferenciadora y normalizadora de las calificaciones en función de la asignación selectiva de las trayectorias. En este caso debemos suponer que el docente, a medida que va desarrollando una propia valoración fija y específica con respecto a una alumna o alumno, también tiende, por así decirlo, a encasillar a esa alumna o alumno. Es decir, mediante sus tendencias evaluativas consistentes y el ánimo o desánimo que el docente le transmite a la alumna o alumno concretos, los «trata» de un modo tal que posiblemente induzca una adaptación creciente de sus «rendimientos» a la tendencia individualizadora de las evaluaciones. Así se contribuiría a la producción de aquellas «diferencias de talento» aparentemente «naturales» que surgen entre las alumnas/ alumnos a pesar de la precondición de un esfuerzo de enseñanza óptimo y homogéneo antes discutida[4].

Al docente se le exige la entrega de una distribución de notas y calificaciones dispersas alrededor del promedio específico del grupo de alumnos de una clase. Pero por las consecuencias que esto tiene para la conducta del docente, podría decirse casi que la distribución de notas y calificaciones produce, ella misma, en las alumnas y alumnos, las diferencias individuales de rendimiento respectivamente registradas.

Cuando en la investigación psicopedagógica se deja de lado el contexto institucional de la economía escolar de poder y su aplicación práctico-estratégica y, en su lugar, se considera aisladamente la relación entre los «juicios» de los docentes y los «rendimientos» de los alumnos, puede hacer su aparición empírica aquel «efecto Pigmalión» que trataban de demostrar Rosenthal y Jacobson (1968). Aplicando un test de inteligencia, estos autores realizaron primero un pretest y, un año más tarde, un retest. Con respecto a una parte de los niños (el grupo experimental) se les dio una información ficticia a los docentes, diciéndoles que, debido a los resultados del pretest, era de esperar que estos niños mostraran un incremento excepcional de sus rendimientos; en el caso de los demás niños (el grupo de control) se omitió esta comunicación. Más adelante, al realizar la comparación estadística del pretest y el retest, se comprobó que los niños del grupo experimental mostraban rendimientos realmente mejores que los del grupo de control. Se dedujo que, en este caso, el responsable del aumento del rendimiento no era el «talento» verdadero de los alumnos, sino la correspondiente expectativa del docente. Visto así, el talento supuestamente mayor debería considerarse como el resultado de un impulso inconsciente y sutil al alumno en cuestión, y el talento supuestamente menor, como el resultado del abandono o del desánimo al cual lo somete, de maneras igualmente sutiles, el docente.

Esta investigación inspiró muchos trabajos ulteriores. Se demostró, por ejemplo, que aquellos docentes que atribuían las diferencias de rendimiento de sus alumnas y alumnos especial y preferentemente a sus diferentes «talentos», también tendían a entregar menos impulsos y a desanimar más fuertemente a las malas alumnas y alumnos. Debido a la influencia del docente, estas alumnas y alumnos se consideraban a sí mismos como personas menos dotadas. Consecuentemente, abandonaban más sus esfuerzos por considerarlos inútiles y, a continuación, esto se traducía en rendimientos respectivamente peores (por así decirlo, un efecto Pigmalión bajo condiciones «naturales»; v. Rheinberg, 1982, p. 204). Hofer (1986) ofrece una visión completa de las investigaciones y nociones «psicológico-sociales» en torno a la acción del educador situadas «en la tradición de la perspectiva Pigmalión» (p. 2).

Estos enfoques e investigaciones se oponen críticamente a un concepto naturalizador del talento. Sugieren que, posiblemente, la hipótesis tradicional acerca de una conexión entre diferentes «grados» de talento que conducirían hacia rendimientos, evaluaciones y calificaciones respectivamente diferentes deba interpretarse, por así decirlo, de manera inversa: las diferentes expectativas que el docente se plantea con respecto a los rendimientos, conducirían, por medio de sus actividades pedagógicas, hacia diferentes rendimientos por parte de los alumnos. Por ende, sería un error considerar que tales rendimientos son condicionados por el talento.

Retengamos, pues, los resultados que deberían deducirse de nuestros análisis. Las diferencias evaluativas del rendimiento escolar pueden ser producidas en la instrucción, tanto a través de una mera «diferenciación normalizadora» de los juicios, como por medio de las diferencias de rendimiento que tal diferenciación induce (en el sentido de un efecto Pigmalión) por parte de los alumnos. No obstante, para justificar la asignación de trayectorias profesionales y oportunidades de vida desiguales, es necesario interpretar (tendencialmente) las diferentes evaluaciones como la expresión de diferencias naturales del talento. Lo expuesto nos indica, por lo tanto, que la forma evaluativa del trato que el docente le da a las alumnas y alumnos en el plano interpersonal, posee una función que trasciende su función inmediata de disolver la comunidad solidaria del alumnado. A largo plazo (y especialmente al acumularse y cristalizarse en las calificaciones oficialmente asignadas), posee la función estratégica de consolidar, en la autopercepción de las alumnas y alumnos, el fundamento de las diferentes valoraciones de los rendimientos, esto es, su base en los diferentes talentos individuales. En cuanto alumna o alumno y a partir de mis intereses en disponer de mi mundo vital, tengo buenas razones para inducir al docente a que le asigne la mejor calificación posible a mis «rendimientos», más allá de que para lograrlo recurra al aprendizaje o a la simulación. Pero con esta misma estrategia (y sin reflexionar sobre el hecho) he colaborado en la consolidación de las atribuciones comparativas y diferenciadoras de habilidades o talentos del docente.

Con ello no se tematiza únicamente aquella cuestión tantas veces examinada en la investigación psicopedagógica: ¿de qué depende que las alumnas y alumnos se perciban a sí mismos como personas más o menos capaces o talentosas? (entre muchos otros, cf. p. ej. Rheinberg, 1982 y Meyer, 1984). Se trata más bien de señalar las configuraciones escolares de los significados o premisas bajo las cuales, para mí (alumna o alumno) parece en general fundado describirme y pensarme en términos de mayores o menores capacidades. El docente instruye del mismo modo a toda la clase, pero evalúa diferentemente los rendimientos de las alumnas y/o alumnos, por lo tanto, si me asigna una evaluación más o menos positiva o negativa, debe ser por «mí» causa, es decir, por mis capacidades o talentos individuales. Así pues, cuando en este contexto intento contrarrestar la valoración negativa del docente (y las amenazas que conlleva) por medio de una simulación (individual o colectiva) de los resultados del aprendizaje, esto no significa que haya escapado al cálculo estratégico por parte de la escuela. Por el contrario, al obtener por astucia una buena calificación, intento ocultarme a mí mismo y a los demás si es que simplemente no quiero cumplir con una exigencia, o si de hecho soy incapaz de hacerlo. En cierto sentido, puesto que con la simulación tengo algo que ocultar, me veo más abandonado a mí mismo, me aíslo más de lo que me aislaría si «merecidamente» recibiera una mala calificación. Esta es una de las razones por las cuales, en realidad, la estrategia simuladora de los alumnos no pone en cuestión la disciplina escolar, sino que, en cierto sentido, la corrobora. Oficiosamente, esa estrategia simuladora resulta aceptable en la misma medida en que su efectividad y su difusión no obstaculicen la normalización diferenciadora de la asignación de calificaciones[5].

Frente al poder evaluativo de la escuela, la praxis le sugiere al alumnado interpretar las diferencias de rendimiento en términos de diferentes «talentos» individuales. Esto podría englobarse, de manera general, en el contexto de las estrategias dirigidas a normalizar el aprendizaje transformándolo en un aprendizaje defensivo. Incluso allí donde las alumnas y alumnos pudieran separar las problemáticas de aprendizaje para ellas y ellos relevantes, en sus intentos por percibir la conexión entre la dilucidación del objeto de aprendizaje y la ampliación del control sobre las propias condiciones de vida, se los remite al planteamiento de la cuestión: ¿soy «capaz» de ello? ¿Lo «puedo» o «no lo puedo»? Cada evaluación por parte del docente me pone a prueba: ¿se comprobará que soy menos inteligente, capaz, talentoso que los demás? En la medida en que no pueda observar todo esto desde cierta distancia, consideraré mis avances en el aprendizaje como un indicador, una señal, de hasta dónde soy capaz de contraponer algo a la amenaza de mi degradación «definitiva» a persona menos dotada. De esta manera, mi interés en el objeto de aprendizaje se fundaría —por lo menos tendencialmente—a partir de la defensa individual en contra de la amenaza, esto es, se fundaría de manera defensiva, constituyendo así un interés disgregado y reducido.

En cuanto contra-estrategia del alumnado, la simulación constituye un intento por liberarse de la presión evaluativa ejercida por parte de la escuela. Sin embargo, en el contexto de la autoevaluación guiada por el criterio del propio talento, salta a la vista que adquiere un carácter genuinamente defensivo. Pues al manipular la valoración que el docente está haciendo de mis rendimientos, no disipo mis dudas acerca de si lo hubiera podido, si hubiera sido capaz. No solo engaño al docente, en cierto sentido, también me engaño a mí mismo acerca de lo que realmente sería capaz en comparación con los demás. A este respecto, hay que tener presente el posible significado del mencionado enfrentamiento y entrecruzamiento de estrategias en el aula: al docente (en la medida en que, por razones tácticas, no pueda renunciar a ello), mi posible fracaso puede brindarle la ocasión de «exponerme» de algún modo, ironizar, ridiculizarme, expresar una serie de amonestaciones demostrativas. Así puede suceder que, en mi situación subjetiva, vaya depositándose una especie de sedimento constituido por temores a ser expuesto, cohibiciones y vacilaciones. A partir de allí, puede parecerme oportuno evitar de entrada toda crítica, ocultar mis debilidades a mí mismo y a los demás, si es posible, esconderme y hacerme invisible, en ningún caso exponerme con mis intenciones y opiniones. Esto constituye un subproducto del constructo escolar del talento en cuanto aspecto de las estrategias globales dirigidas a normalizar el aprendizaje transformándolo en un aprendizaje defensivo.


Referencias

Foot, H. C., Morgan, M. J. y Shute, R. H. (1990). Children helping children. Chichester: Wiley.

Hofer, M. (1986). Sozialpsychologie erzieherischen Handelns. Gotinga: Hogrefe.

Holzkamp, K. (1993 a). Lernen: Subjektwissenschaftliche Grundlegung. Fráncfort del Meno: Campus.

Holzkamp, K. (1993 b). Aprender: fundamentación sujeto-científica. Ed. y trad. de S. Vollmer. Madrid: La Oveja Roja, 2023.

Lenhardt, G. (1984). Schule und bürokratische Rationalität. Fráncfort del Meno: Suhrkamp.

Meyer, W. U. (1984). Das Konzept von der eigenen Begabung. Berna: Huber.

Rheinberg, F. (1982). Selbstkonzept, Attribution und Leistungsanforderungen im Kontext schulischer Bezugsgruppen. En B. Treiber y F. E. Weinert (eds.), Lehr-Lern-Forschung: Ein Überblick in Einzeldarstellungen (pp. 200-220). Múnich: Urban & Schwarzenberg.

Rosenthal, R., Jacobson, Κ. (1968). Pygmalion in the classroom. Nueva York: Holt.

Slavin, R. E. (1980). Cooperative learning. Review of Educational Research, 50, pp. 315- 342.


Notas

  1. Cf. Holzkamp, 1993/2023, cap. 4.1, p. 351 s.

  2. Cf. Holzkamp, cap. 4.2, p. 420 s.

  3. Cf. Holzkamp, 1993/2023, cap. 4.1, p. 379 s.

  4. Cf. Holzkamp, 1993/2023, cap. 4.2, pp. 399 ss.

  5. Lenhard (1984, pp. 209 ss.) desarrolló un análisis de la adopción de la ideología del talento por parte de los alumnos, desde una perspectiva distinta a la nuestra, pero con resultados análogos.